El Presente en la Memoria o el amor en instantáneas
Mendel, la segunda exposición individual de Miguel Aguirre, gira en torno al núcleo familiar en general, para lo cual toma al suyo como objeto de observación, análisis y experimento visual. Resulta fundamental señalar que para Aguirre este núcleo está planteado desde una lectura de la experiencia psico-sociobiológica latinoamericana y particularmente peruana, específicamente limeña de clase media, por lo que comprende todo el complejo de ramificaciones que involucran a los miembros de generaciones sucesivas dentro de la estructura de una familia. Producidas, esencialmente, por enlaces contraídos con individuos de otros núcleos familiares, que no dejan de ser miembros de sus familias, así entendidas, también diferencian, grosso modo, hasta la actualidad una actitud cultural latina de una anglosajona (dentro de ésta el núcleo familiar mínimo tiene poca cohesión y la familia extendida o extended family descrita es poco menos que una unidad fantasma).
La aproximación a su núcleo familiar a partir de planteamientos visuales podría tener para Aguirre el carácter de proyecto en antropología doméstica o psico-sociología visual pero los alcances de su propuesta no se adhieren al diseño de la investigación en estas áreas y finalmente no concuerdan de ningún modo con categorizaciones específicas. Si bien puede decirse que Aguirre se acerca al método científico, sea en ciencias puras o en ciencias sociales, ocasionalmente, estas instancias se dan porque los dispositivos o instrumentos de investigación posee resonancias visuales y semánticas que le llaman la atención y, al serle particularmente significativos, le sugieren una transposición libre.
La materialización del planteamiento en el espacio está radicalmente relacionada a la materialidad de los trabajos expuestos. Mendel tiene concretamente un carácter de instalación de trabajos realizados en medios distintos. Las partes de las que se compone el todo son realizaciones contrapuestas unas con otras y llevadas a un nivel de fricción entre sí que deja al descubierto los aspectos neo-conceptuales de la propuesta. Se trata de una indagación múltiple en la representación de la familia utilizando sistemas y convenciones distintos.
Tomando como punto de partida imágenes a color, instantáneas (snapshots) no profesionales espontáneas, captadas a menudo con cámaras muy baratas -incluso descartables- que son apreciadas en el hogar porque guardan los gratos momentos vividos para siempre, Aguirre da un giro capital a la fotografía familiar, de ámbito doméstico, que indudablemente es el uso más extendido que se le da al medio fotográfico en el mundo a fines del siglo XX. Como uso cultural de la fotografía, la fotografía doméstica sin duda sobrepasa de manera apabullante a las prácticas estéticas contemporáneas que hacen uso del medio fotográfico y a la llamada fotografía artística, corriente de purismo fotográfico que hoy en día es frecuentemente cuestionada. Es por ello que muchas propuestas artísticas en la actualidad son trabajadas a partir de una estética derivada de la instantánea familiar -por elección de aparato fotográfico y elección de encuadre- o, por otro lado, son trabajadas utilizando materialmente instantáneas familiares, en apropiación directa, o transponiéndolas a mayor formato sin alterarlas, mediante su digitalización o impresión ampliada (en estas últimas dos opciones la autoría de las imágenes mismas es secundaria).
Hay otro tipo de imágenes fotográficas a las que el artista dirige su atención y son las fotografías formales en blanco y negro o a color, hechas por fotógrafos retratistas de estudio que captan a los miembros de una familia, individualmente o en grupo reducido, en circunstancias que definen hitos en la vida de los individuos de clase media y alta en nuestra sociedad. A nivel local estos hitos fotografiables son: bautizo, primera comunión, fiesta de promoción, graduación de estudios, matrimonio civil y religioso (retrato de estudio de la novia), grupo de familia (padres e hijos), bodas de plata, de oro y de diamante (con retrato grupal de la familia en su integridad). En el siglo pasado la práctica de un estudio fotográfico incluía pedidos muy comunes de retratos de difuntos en las exequias u honras fúnebres. Nosotros, a fines del siglo XX, hemos eliminado a los muertos de la práctica comercial del retrato.
Para Mendel, Aguirre ha elegido trabajar únicamente a partir de imágenes fotográficas de su familia o debiéramos decir de la familia de la que él es miembro y que él considera que comprende aparte de sus padres y sus hermanos, un contingente paterno y otro materno, encabezados por los abuelos de ambos lados, seguidos por los tíos, sus cónyuges e hijos. Demuestra ser perfectamente consciente, además, de que uno nace en una familia, uno queda incorporado a un orden pre-existente que por instantes puede adquirir para la sensibilidad individual visos de dictado de la naturaleza. Esta percepción es lo que le permite actuar con libertad responsable en el juego serio de observar a su familia y observarse en ella: procesar a la vista de quien quiera ver una imagen de su familia.
Es importante recalcar que el artista utiliza la instantánea familiar y el retrato fotográfico formal realizado por un profesional sólo como puntos de partida de su trabajo y en ningún caso se los apropia directamente. Re-trabaja y re-significa estos tipos de imágenes en tres series que presenta en Mendel. En las tres se aboca a la manipulación de las imágenes fotográficas mediante un software para computadora (Photoshop). Por este procedimiento altera la realidad fotográfica, poniendo a prueba el potencial del software para crear verosimilitud fotográfica y conducirnos al cuestionamiento de nuestra confianza en la veracidad de las imágenes. Evidentemente, obtiene resultados en los que las operaciones de inserción de elementos previamente inexistentes en la imagen (casi) no dejan traza de la manipulación -con lo cual revive una historia natural que del código genético se proyecta hacia un sentido de orden casi cósmico- asimilada tácitamente e imborrablemente grabada en su memoria. Pero con una diferencia: al vivirla de nuevo se reinscribe en ella, a veces literalmente y otras por interposita persona, transformando lo visual con su comentario y reflexión, visuales también; el texto que escriben las imágenes en sucesión resulta sutil pero definitivamente alterado por él, a su imagen y semejanza, para representar en imágenes que sólo a él pertenecen, su versión de su familia.
El buen Fausto es una serie que se apoya en el modo en que la fotografía instantánea amateur consagra las celebraciones y ocasiones grandes y pequeñas en la vida de una familia y cómo al irse armando el álbum de fotografías se va documentando gradual y, en buena medida, espontáneamente, los cambios en su estructura a través del tiempo. El artista puntualiza esta dimensión temporal manipulando las imágenes para insertar en el tejido familiar un elemento visual ajeno e inventado al cual confiere un doble rol: el de indicador en lo que vendría a ser una línea de tiempo tácita y el de símbolo de continuidad de los rituales familiares, una sucesión de eventos cíclicos fijos que es fácil imaginar prolongándose per seculaseculorum con otros actores en los que la sangre persiste.
Aguirre en este caso se vale de un personaje especial (creado a partir de imágenes de un amigo personal suyo logradas con este fin), no vinculado por sangre al núcleo pero cuya presencia es grata a ésta: el amigo de la familia, casi consustancial a ésta. Este personaje, a quien da el nombre de Fausto, aparece físicamente idéntico a través de veintisiete años de instantáneas familiares. Una vez descubierto y reconocido por el observador, es su presencia, su persona, la que significa el tiempo en cada imagen y reaviva y comunica un sentido que va desprendiéndose del guiño cómplice inicial para dar al observador el más excéntrico de los atisbos de lo eterno en una familia. El buen Fausto revela ser una alegoría doble del ágape -el amor fraterno- y del tiempo.
En otra serie, Luna de miel, el tema ostensible es el viaje de bodas de una pareja de recién casados por distintos lugares en Latinoamérica, entre los que puede uno fácilmente reconocer Buenos Aires y Río de Janeiro, ciudades que funcionaban como imanes inmediatos para el profesional de clase media que quería marcar este momento de modo especial. Es indispensable recordar que en su origen, el viaje de bodas en un viaje ritual en el que, aunque es importante conocer el destino, es más importante aún fijar su duración ya que implica empezar a vivir en proximidad casi absoluta del otro. Así pues, es definible como el período corto o largo -poco importa- del que tiene «derecho» a gozar la pareja ya oficialmente reconocida por la Ley o por la iglesia o por ambas, para crear su intimidad a todo nivel, intimidad fundacional de recién casados que, en la expectativa del grupo social, apunta al origen futuro de una nueva familia.
En todo álbum de fotos de la luna de miel, la idílica intimidad de la pareja está fotográficamente significada de manera muy clara. En sociedades en las que la unión libre de hombre y mujer no cuenta ante la Ley -por ende, no del todo en la sociedad-, el peso social de imágenes fotográficas de la pareja de recién casados aumenta, ya que contribuyen naturalmente a dejar bien sentada, en un documento visual, su legitimidad y solidez. Atestiguan de la buena constitución de la misma.
En realidad, la luna de miel es menos un viaje a que un viaje con. Por más atractivos que sean los parajes visitados no serán sino un telón de fondo para un rito de otro tipo. La mirada amante de él o la de ella es siempre la que retrata al otro, por lo que esposo y esposa aparecen alternadamente en las imágenes y un círculo se cierra en cada toma pues el uno no tiene ojos sino para el otro, para usar una expresión cliché: el que está detrás de la cámara y el que está ante ella se someten a un rito que aparentemente involucra a un aparato extraño pero que en realidad tiene lugar a expensas del aparato y de la fotografía. Aunque al final queden las fotografías, bien podrían no existir la cámara y la película en ella. Curiosamente, cuando en las fotos del álbum de luna de miel marido y mujer aparecen juntos, es que alguien a pedido de ellos ha enfocado el lente y accionado el disparador. El que hace la toma se convierte, entonces, en testigo involuntario.
Podría decirse que estas imágenes funcionan más para el uso de su descendencia, para quienes su interés -y hasta fascinación- radica en intentar proyectarse imaginativamente a un tiempo pasado previo a su concepción y venida al mundo. Para la propia pareja serán sólo un índice, un recordatorio de un momento cuya dimensión escapa a las imágenes que, sin embargo, puede ser revivido por el recuerdo del ritual fotográfico y de las condiciones en las que se llevó a cabo, revelando ser éste un método para quedar fijados el uno en la memoria del otro, en el momento primero de intensidad erótica de la pareja oficialmente recién constituida.
En distintas tomas de Luna de miel hace su aparición una presencia inesperada: se trata de un joven alto, de unos 25 años, quien aparece a veces acompañando a la joven esposa y otras, a los dos. Es una compañía aparentemente bienvenida, aunque el observador puede de vez en cuando percibirla como una intromisión en el goce visual de una imaginada intimidad perfecta de la pareja. Una narrativa puede surgir incluso a partir de su presencia: se presenta la posibilidad de que haya sido el joven quien haya hecho las tomas en las que ha quedado retratada la pareja durante el periplo. Puede que el fotógrafo-testigo haya sido él, no tan ajeno a ellos.
Este compañero de viaje, sonriente y relajado, pareciera tener un lugar dentro de la misma aureola de felicidad de los recién casados, sin que éstos se opongan. No lo harían, además: el joven es su hijo mayor, Miguel Ángel Aguirre, veintisiete años después del viaje, quien se ha inscrito a sí mismo en el espacio fotográfico de imágenes que resuma la luna de miel de sus padres. Él es el autor de esta historia de imágenes -de las cuales, por razones obvias, nunca pudo serlo- y, en un sentido doble que no deja de hacer gala de objetividad autobiográfica y humor, es su actor: en este desdoblamiento -pre y post-natal- torna la mirada al posible momento de su concepción y retorna convertido a través del arte no sólo en el autor de sus días, sino en autor de los días de sus propios padres.
Bouquets, la última de las series está conformada por un conjunto de retratos formales de novios, posando antes o después de la ceremonia -religiosa principalmente pero en un caso civil- realizados en su mayoría por fotógrafos profesionales. El artista introduce un personaje en una operación comparable a las anteriores. En este caso se trata de una damita de la novia, una niña de sonrisa inocente y divertida (vinculada al artista por parentesco) que como Fausto en la primera de las series acompaña a una sucesión de parejas de novios en distintos momentos de los últimos treinta y cinco años. La variedad de las tomas cubre la oferta usual de los fotógrafos: el retrato en la iglesia o capilla, ante el altar; retrato antes de subir al auto que los llevará hacia la luna de miel; retrato de los jardines de la iglesia; retrato en el salón parroquial antes o después de recibir el saludo de los invitados; retrato en el Registro Civil. El único retrato no formal tampoco sugiere una realización profesional a nivel fotográfico. Sin embargo, su presencia plantea un cuestionamiento acerca de la unión hombre y mujer frente a los condicionamientos sociales. ¿Sin imagen de una ceremonia religiosa o civil resulta menos real la pareja?
La sensación del observador de revisitar el pasado queda tal vez más fuertemente marcada en Bouquets precisamente porque tanto los retratos formales como los signos visuales que singularizan la ocasión -como son los atuendos de los novios o los peinados o el maquillaje de la novia- están marcados por gustos cambiantes a través del tiempo, están sujetos a la moda. Este aspecto es esencialmente divertido por cuanto permite situar en el tiempo cada retrato re-trabajado por Aguirre: la fotografía en cada caso guarda un registro de época de manera codificada y permite un estudio de sensibilidades consensuales, socialmente pactadas.
Desde que fuera dada a conocer al mundo, la fotografía conoció usos tan diversos y enfrentados como el científico (y pseudo-científico) y el artístico; con el advenimiento de la fotografía instantánea como práctica difundida, no profesional -gracias a George Eastman- un uso cotidiano-doméstico vino a sumarse a los anteriores y, posiblemente, satisfizo y paradójicamente creó necesidades afectivas a la vez.
Es este aspecto último el que ha movido a Miguel Aguirre a obrar así: las tres series trabajadas sobre la base de un material fotográfico concreto que forman parte de Mendel, lejos de ser nostálgicos viajes al pasado, son afirmaciones netas del lugar de su autor en el presente, como hombre peruano de fines del siglo XX, miembro de una familia de clase media. La construcción visual por él emprendida termina elevando el significado afectivo hasta lograr convencernos que es la ley que a todos rige. Ha urdido una alegoría de la continuidad humana en un procedimiento que se me antoja comparable a la edición interminable del material genético para la vida, en base a fragmentos cortados y empalmados con precisión pasmosa, que aseguran continuidad suprema de generación en generación.
Jorge Villacorta Chávez
Lima, noviembre de 1999