En un sentido figurado, se puede aludir a los ritos de pasaje -conjunto de exigentes pruebas a las que en ciertas sociedades se somete a los varones al final de la pubertad para marcar el comienzo de la condición de adulto ante el cuerpo social- como parte del intento de identificar momentos de transformación en la experiencia de los hombres en las sociedades occidentales, que se inician con el final de la infancia. Como recurso discursivo, referirse a ellos puede ser más que sugerente para proceder a marcar los puntos de inflexión en estructuras narrativas de crecimiento del sujeto en el campo de la construcción de personajes literarios masculinos.
El trasvase de las herramientas de aproximación crítica a narrativas literarias hacia el campo de las artes visuales es, por lo general, riesgoso. Pero es también tentador y es posible admitir sin mucho esfuerzo que así como en la formación del sujeto masculino en la ficción, también en otras formas de estructuras narrativas hablar de ritos de pasaje resulta útil para graficar la significación del camino que hace un varón adolescente hacia la mayoría de edad.
En la estructuración de una memoria ficticia de un sujeto masculino, con frecuencia la categoría de ‘ritos de pasaje’ se centra fuertemente en una doble iniciación, sentimental y sexual. El recuerdo de las primeras experiencias del enamoramiento y del acto sexual son anclajes cruciales ciertamente. Pero resulta muy difícil no asociar la estructura conceptual, que el artista visual Miguel Aguirre (Lima 1973) estratégicamente despliega en «Media cajetilla de cigarrillos y una de fósforos», con abrir una puerta hacia una historia cultural aún no escrita y señalar, a la vez, en dirección de una experiencia de fin de la infancia que es posible imaginar como otro rito de pasaje, uno que nadie se ha tomado el trabajo de reconocer hasta hoy.
Su propuesta es una innovadora instancia en la que la estrategia de la conceptualización del todo es anclar la memoria en dos planos a la vez, el de la perspectiva autobiográfica y el de una narrativa no oficial de la historia social y política. Con ella, Aguirre ha inaugurado muy públicamente un umbral de programa conceptual en el arte visual peruano al aproximarse con inteligencia y honestidad al reto de cómo representar una sociedad en crisis, en un tiempo pasado que pena en la memoria. Conocido y admirado como pintor por excelencia, en esta propuesta asume su práctica artística en el campo de lo contemporáneo haciendo a un lado cualquier intento de rehacer lo hecho en el pasado dentro de aquel gran género de la pintura académica en Occidente que fue la pintura de historia. Recordemos que la única pieza pintada de todo el conjunto no es ni siquiera una representación que haya plasmado expresivamente pincel o espátula en mano. Lo que hace Aguirre resulta inédito para el arte nacional porque se implica en la propuesta como una no-tan-tácita primera persona, es decir, un (yo) que es narrador y testigo presencial de los hechos discernibles en un fenómeno de consecuencias para la vida en colectividad. Y lo hace a través de una fundamentación material, que en el acto de construir una sensorialidad suscitada al recurrir a una pluralidad de estímulos nada habitual en el arte peruano reciente, cimenta una refrescante revisión retórica, que se presenta como idónea por la combinación perspicaz e impertinente de los factores. Así, se desencadena otro tipo de respuestas que involucran sin ambages al intelecto y al elemental sentido estético de los visitantes.
«Media cajetilla de cigarrillos y una de fósforos» plantea también, a través de un conjunto de construcciones visuales, un atisbo insospechado sobre el rol social del artista y su posible redefinición en el plano del arte contemporáneo desde un anclaje aparentemente simple, como es la súbita y temprana consciencia en la vida de una persona -demasiado joven para tener acreditación como ciudadano-, de que existe algo que puede ser llamado el ‘manejo económico’, que se ejerce desde el gobierno de un país y que como conjunto de decisiones mal o bien tomadas -recuérdese que no es propiamente cuestión de causa y efecto científicos-, puede descalabrar un panorama social entero.
No es la economía como ciencia lo que interesa a Aguirre sino su efecto sobre los individuos que conforman la población de un país. Parafraseando el hermoso título de un afamado libro setentero de Edward Schumacher, en la perspectiva (ideal anarquista) de lo viable como experiencia humana de la economía, lo pequeño es hermoso porque permite en todo momento tener presente que lo importante es la gente y su felicidad. En la visión de Schumacher lo que realmente importa y lo único que debería importar es el llamado bien común, que involucra a todos y del que todos deberían poder compartir. El periodo concreto que atrapa al artista y detona su programa es aquel que va de 1985 a 1990, un quinquenio de la vida nacional en el que se perdió de vista el sentido del buen vivir, que no es para nada igual a lo que describe con agudeza y malicia criolla la expresión ‘la buena vida’. Y para ello, el artista se pone en el paisaje a través de la puesta en escena, casi por capítulos, del recuerdo de esos cinco años de su adolescencia, desde sus doce hasta sus dieciséis años. En «Media cajetilla de cigarrillos y una de fósforos», él reflexiona y se interroga acerca del momento en que pudo haber empezado a imaginarse como artista, el momento a partir del cual no pudo concebirse como otra cosa en la vida. Eso, a la luz de un fenómeno que transformó radicalmente la vida pública en un periodo histórico delimitado por cinco años. El señalamiento de la importancia de la influencia de un fenómeno así en la personalidad del artista visual en formación, permite a Aguirre imaginar de manera concreta un modo de proyectarse en el presente como un legítimo actor social y cultural, que puede haberse propuesto como trabajo diseccionar sobriamente un periodo de la historia republicana reciente, configurándolo mediante alusión directa a lo ocurrido en la vida pública de la sociedad peruana de entonces.
Los avatares de franco corte económico y político acompañan la construcción de un rol para el artista que es lo que articula esta propuesta, como cuerpo de obra programático y como conjunto de trabajos artísticos eminentemente pensados como obras en sala de exposición. La primera condición describe su lugar como agente dentro de un proceso de creación que es íntimamente suyo, en el que todas las decisiones parecen pertenecerle; la segunda, un capítulo en su relación, a través de presentaciones públicas de su obra en el tiempo, con el público que sigue su producción y trayectoria con atención, que constituye la comunidad simbólica a la que pertenece y que lo legitima, avala, discute y critica. «Media cajetilla de cigarrillos y una de fósforos» no es solo una puesta en escena sino que resume oblicuamente -y no tanto-, la historia de su presencia como productor de valor simbólico en el arte peruano.
Resulta pues insólito que haya sido Miguel Aguirre, desde lo altamente selectivo en su manera de haber planteado la narrativa pictórica del cuerpo como hervidero de mensajes hormonales y transformaciones físicas alusivas al disfrute y el placer como fantasías constitutivas de lo clasemediero limeño -representaciones sanamente narcisistas, por otro lado-, quien ahora ha estructurado una crónica visual como un documental cinematográfico en primera persona que se ha visto irreparablemente fragmentado, en el que los cambios sociales forzados por malos manejos en la macroeconomía son condensados en hitos materiales que permiten hacer de la visita a una sala de arte como la del MUCEN, un recordatorio a manera de irónico Vía Crucis, con las estaciones en el camino a la cruz traducidas a un idioma laico que posee una inserción histórica comprobada y comprobable: el de la prolongada crisis económica que culminó en hiperinflación galopante hacia 1990. Aquí, imaginar la repetición no tiene un sentido ritual particularmente pío: recordemos con Karl Marx que si la primera vez la historia se presenta como tragedia, la segunda es como farsa (y puede serlo a lo grande).
En cierta medida podría decirse que “Media cajetilla de cigarrillos y una de fósforos” es el Lado B, modesto, temporal y pasajero, del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social, que abrió sus puertas al público en diciembre de 2015. La historia de la violencia en el país no ha sido suficientemente procesada, asimilada y establecida a nivel nacional. Lejos de ello, pese a ser el otro aprendizaje cultural irrenunciable de más de una generación de peruanos, hay intentos hoy por reprimirla. Los efectos de una violencia asesina no son ni serán jamás constatables al mismo grado por todos los miembros de la colectividad: los directamente afectados estarán marcados por ellos de por vida y los demás solo podremos ser capaces de comprender intelectualmente, con dificultad. Solo en la medida que lo permita la empatía personal de cada uno, sabremos responder ante la presencia del otro, el que camina a nuestro lado y al que normalmente no buscamos ni osamos conocer.
Intentar escribir la historia cultural de un periodo en la vida de una sociedad es un reto que no cualquiera desea ni puede asumir. Requiere ecuanimidad y claro sentido autocrítico, además de mucho discernimiento, pero también pasión. Si escribirla para un periodo marcado por un fenómeno económico hiperinflacionario demanda una concentración de tiempo y de energía mayúscula, convertirla en una representación a través del arte visual puede parecer una empresa con poca probabilidad de éxito. “Media cajetilla de cigarrillos y una de fósforos” recurre a distintos dispositivos para estimular al visitante. En una instancia al menos, Aguirre ha invitado específicamente a un contemporáneo suyo a hacer una intervención propia sobre material histórico escogido por él: Carlos “Criminal” González interpreta en la guitarra eléctrica sus propios arreglos de jingles publicitarios del periodo. Las colaboraciones se dan tanto a nivel de artistas que trabajan en el presente como la peruana Elvia Paucar, de San Pedro de Cajas en Junín, así como con artistas del pasado como es el caso de los motivos e isotipos de tema social que el artista peruano ha tomado en préstamo y modificado, y cuyos autores son los diseñadores históricos de la Alemania de la República de Weimar, Augustin Tschinkel y Gerd Arnzt, que trabajaron en Colonia, a fines de la década de 1920 y principios de la década de 1930.
A la diversidad de materiales, Aguirre suma una variedad de medios técnicos, por ejemplo, el tejido en lana de oveja, la pintura comercial de avisos publicitarios y el video. Esto, por un lado, es un recordatorio de lo que se dice del artista contemporáneo con tanta insistencia hoy en día: usa el medio técnico en mayor consonancia con la posible intención de una obra en proceso, cualquiera que éste sea.
La serie de las pizarras es el conjunto que más llama la atención en este sentido. El medio no es precisamente conocido como artístico. En esta serie de 28 elementos de igual formato rectangular vertical, los soportes están pintados en el típico color verde en el que están pintadas las pizarras que cuelgan en aulas en colegios en muchas partes del Perú. Pero lo que está escrito en tiza de color en cada uno de los elementos es un aviso publicitario de alguna firma o un banco o una entidad municipal en ese periodo; o algún documento que corresponde a un pronunciamiento de un gremio de trabajadores o de una asociación de comerciantes. Muchas de las firmas y compañías publicitadas, incluso, por ejemplo, la de trasporte municipal, han desaparecido por completo y caído en el más profundo olvido. En términos monetarios, la situación es risible: la publicidad ya no tiene sentido por la terrible devaluación que se produjo en ese entonces, y que obligaría posteriormente a lanzar una nueva denominación monetaria.
La sensación, asociable a la experiencia escolar, es que en cualquier momento la información será borrada y no reaparecerá fácilmente. Lo escrito en tiza es solo transitorio, como lo que la maestra o el maestro escribe en la pizarra durante la hora de clase en el aula. Es una lección que Aguirre esboza. El artista imparte así una advertencia no exenta de cierto humor negro. El acento didáctico cobra más fuerza cuando se piensa en un escolar adolescente como protagonista.
El instante en el que un niño en edad escolar descubre que el dinero en metálico o en papel moneda vale menos día a día, hasta parecerle que al final no valdrá nada, es cataclísmico. El sentido común –el menos común de los sentidos-, se rehúsa a aceptar una situación cotidiana en la que los estantes de alimentos básicos de un supermercado están vacíos y porque estos escasean y para adquirirlos es necesario hacer colas que duran horas y que con suerte culminan en la compra de una sola unidad de un ítem de consumo doméstico. Ver a varios miembros de la familia hacer la cola con uno, en una espera que desespera, y escuchar a los padres -y a los adultos de todas las edades-, cuestionarse en voz alta acerca de por qué entonces pagar impuestos y de qué es lo que el mañana deparará al ciudadano decente, marca una extraña experiencia de adquisición de conocimiento que no tiene nada que ver con el conocimiento impartido en las aulas de la escuela primaria o secundaria.
¿Cómo enseñar la noción del bien común ante la presencia aplastante de la ambición desmedida en el poder? Sabemos que el bien común no guarda relación con el sentido común, aunque éste puede en ocasiones ayudarnos a recordar que el primero existe. Thomas Paine, hace más de doscientos años, en los Estados Unidos de Norteamérica, se encargó de anotar que, en el mejor de los casos, puede decirse que el sentido común nace de un acuerdo entre perspectivas limitadas y particulares que son las de las existencias individuales que coinciden en el tiempo y concuerdan, lo que las hace inevitablemente parciales.
Es duro recordar el país como fue hace 30 años o más. Miguel Aguirre piensa que es necesario y se ha empeñado en hacerlo. Como artista contemporáneo sugiere sutil y firmemente que ninguna orquestación de factores macroeconómicos puede pasar a convertirse en una constelación inamovible en el cielo de una democracia. Muy simplemente. Lo único inamovible debe ser la voluntad de servir desde un gobierno a la población entera del país.
Jorge Villacorta Chávez
Lima, abril de 2018